viernes, 5 de febrero de 2010

OJOS VERDES

Apoyá en el quicio de la mancebía,
miraba encenderse la noche de Mayo.
Pasaban los hombres y yo sonreía,
hasta que en mi puerta paraste el caballo.
Serrana me das candela y yo te dije gaché.
Ay ven y tómame mis labios y yo fuego te daré.
Dejaste el caballo y lumbre te di
y fueron dos verdes luceros de Mayo tus ojos pá mí.

Arriba en el estante junto a las hormas de madera, sonaba la copla en una radio de válvulas. Casi escondida. Apenas lo justo para dejar que su altavoz cumpliera su función. Sus dos únicos potenciómetros, el del volumen y el del dial, estaban tapados por los trozos de retales de piel curtida que colgaban de la estantería de arriba. La estancia era pequeña, los materiales y los utensilios repartidos a mí alrededor concedían un caos perfectamente establecido. Leznas, cepillos, engrudos, betunes, clavos, hilo de bramante, martillos, papel de lija…. y zapatos, muchos zapatos…. botines, sandalias de esparto, botas, polainas. Para ir el domingo a la iglesia, los de las hijas de don Frasquito, el médico, las botas de cazar de Don Jorge, el alcalde, los zapatos del traje de gala del teniente Roberto, el máximo responsable en la comandancia de la guardia civil, unas botas de jugar al fútbol del Pedrete, el hijo del panadero, los zapatos para la comunión de la hija de Alejandro el del bar de la plaza y otros muchos más repartidos por cada hueco de los estantes y en el suelo.

Siendo yo muy pequeño, cada vez que íbamos al pueblo a visitar a la familia, me gustaba escaparme por las callejuelas y entrar en ese pequeño cosmos impregnado de olor a piel curtida, madera vieja y betún. Me sentaba en un tocón de chopo y le escuchaba mientras él, inclinado en la piedra esmeril, repasaba con pericia el tacón de alguna bota. Me contaba historias sobre un yacimiento de tierra blanca que había a unos pocos kilómetros del pueblo, me hablaba de cuando los moros, de historias de tesoros que le había contado su padre, de la noche de las ánimas, de cuando la guerra.

Era un tipo serio, un hombre de los de antes, alto, moreno, bien parecido, con los dedos amarillos de fumar “Ideales” y gran devorador de novelas. Hace algunos años un cáncer de garganta se lo llevó.

Un soleado día de mayo, mientras lo enterrábamos, el párroco estaba diciendo la última oración frente al nicho junto a todos los presentes. Al otro lado de la valla del cementerio, de la radio de la cabina de un tractor varado en el bancal contiguo, nos llegaban los acordes de una canción;

Ojos verdes, verdes como, la albahaca.
Verdes como el trigo verde y el verde, verde limón.
Ojos verdes, verdes con brillo de faca
que se han clavaito en mi corazón.
Pa mí ya no hay soles, lucero, ni luna,
No hay más que unos ojos que mi vida son.
Ojos verdes, verdes como la albahaca.
Verdes como el trigo verde y el verde, verde limón.

Vimos desde el cuarto despertar el día,
y sonar el alba en la torre la vela.
Dejaste mi brazo cuando amanecía
y en mi boca un gusto a menta y canela.
Serrana para un vestido yo te quiero regalar.
Yo te dije está cumplio, no me tienes que dar ná.
Subiste al caballo, te fuiste de mí,
y nunca otra noche mas bella de Mayo han vuelto a vivir.

La copla ya sabéis que es la famosa “Ojos verdes” del maestro Quiroga.

¿El zapatero?…. mi tío Gregorio.

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