Allá por el año 930 Abderramán III (Abd al-Rahman) proclamó el califato de occidente también conocido como el califato de Córdoba y la Hispania Árabe (Al-Andalus) ya ocupaba más de media península. Por aquel entonces Alcaraz (Al-Karas) era una de las poblaciones más importantes de la comarca y Albacete (Al-Basit, la llanura) era un asentamiento de los toscos bereberes que fueron la avanzadilla de la invasión islámica.
Elche de la Sierra (Batistania) era paso obligado a las minas de plata, cobre y azufre de la zona, desde los centros comerciales de los puertos levantinos. Perteneció en esta época primeramente al Reino de Todmir, que se extendía por el sur de Albacete y las provincias de Murcia y Almería y más tarde a los Reinos de Taifas de Denia y Murcia.
Fue allí, en Elche de la Sierra donde se forjó el rumor de que en una montaña cercana al pueblo los árabes habían instalado una pequeña y escondida fundición para la transformación en lingotes y algunos utensilios del oro de las joyas y monedas provenientes de sus saqueos ibéricos. En su huida ante la reconquista cristiana no tuvieron tiempo de cargar con todo y dejaron parte de los almacenes socavados en la roca repletos de tan preciado material. El rumor corrió de padres a hijos durante siglos y aunque fueron muchos los que intentaron dar con el lugar exacto de la fundición jamás nadie encontró rastro alguno del oro ni de nada que se le pareciese.
Elche de la Sierra (Batistania) era paso obligado a las minas de plata, cobre y azufre de la zona, desde los centros comerciales de los puertos levantinos. Perteneció en esta época primeramente al Reino de Todmir, que se extendía por el sur de Albacete y las provincias de Murcia y Almería y más tarde a los Reinos de Taifas de Denia y Murcia.
Fue allí, en Elche de la Sierra donde se forjó el rumor de que en una montaña cercana al pueblo los árabes habían instalado una pequeña y escondida fundición para la transformación en lingotes y algunos utensilios del oro de las joyas y monedas provenientes de sus saqueos ibéricos. En su huida ante la reconquista cristiana no tuvieron tiempo de cargar con todo y dejaron parte de los almacenes socavados en la roca repletos de tan preciado material. El rumor corrió de padres a hijos durante siglos y aunque fueron muchos los que intentaron dar con el lugar exacto de la fundición jamás nadie encontró rastro alguno del oro ni de nada que se le pareciese.
Ya en el siglo pasado, en uno de esos días donde tras años de ver las cosas en el mismo sitio a alguien se le ocurre cambiarlas, un escribiente del ayuntamiento enfrascado en la tarea de trasladar papeles y archivadores de unas estanterías a otras encontró algunos documentos y planos que hacían referencia a la historia del pueblo en la época que os he comentado. Su curiosidad y su debilidad por devorar toda clase de libros y novelas le hizo ojear más detenidamente algunos de estos escritos y entre ellos encontró un legendario romance del siglo XVI del cual os muestro el siguiente fragmento;
Mucho tiempo aquí pasaron,
el bereber y el moro,
saqueando nuestras tierras,
y robándonos el Oro.
Una a una las monedas,
una a una las joyas,
nos dejaron los calzones
y poco para la olla.
Tanto fue lo allí fundido,
que no pudieron llevarlo,
quedó para quien lo busque,
y sepa bien encontrarlo.
Cuatro lanzadas de arco,
de la peña de la muela,
separan hacia el oeste,
al pobre de su riqueza.
El escribiente, que así era como aún llamaban a lo que ahora sería un secretario o administrativo municipal, indagó más en esta leyenda y reunió los datos que creyó suficientes como para aventurarse a situar geográficamente la nombrada “Peña de la Muela” e intentar un día desplazarse y ojear los montes en busca de alguna prueba que reforzara un poco más lo que había leído. De iluso soñador tenía poco, por lo que sus indagaciones eran mas una sosegada curiosidad que una desesperada búsqueda grialesca.
El día señalado llegó. Metió en un zurrón un trozo de queso, media hogaza de pan y una botella de vino y se alejó del pueblo hasta donde el creía que se encontraba el promontorio. Anduvo por los montes cercanos recorriendo la serranía sin demasiado acierto en su misión hasta que ya entrada la tarde decidió sentarse al lado de un collado a comer algo y descansar. La comida tardía y media botella de vino le dieron el sopor necesario para que decidiese trasponerse un poquito tumbado a la siesta bajo la sombra de un pino. Cuando se despertó empezaba a ocultarse el sol y emprendió el camino de vuelta cascándose la media botella de vino que le quedaba. Muy poco después se le juntó lo agreste del camino, la poca visibilidad y el vino para que en un tropiezo rodase por una loma con la mala fortuna de golpearse con una roca en la cabeza. Allí, en medio del monte, inconsciente, pasó la noche.
El sol del amanecer que calentó su rostro le despertó y cuando aturdido se incorporaba para encaminarse hacia el pueblo un destello en unas rocas cercanas llamaron su atención. Cuando se acercó a mirar, lo que observó le sacudió todo el cuerpo dejándolo perplejo. En algunas grietas de un corte de la montaña había algunos regueros secos por donde se había filtrado el agua de las lluvias y mezclado con la tierra también seca había un polvillo dorado. Cogió lo que pudo con las manos lo echó en la botella que llevaba y salió disparado hacia el pueblo.
Conocida en el pueblo era su afición por el vino y famosas sus borracheras. La noche anterior le habían estado buscando sin demasiado ahínco porque todo el mundo daba por sentado que se habría quedado dormido en cualquier corral. En el viaje de vuelta la botella se le rompió dentro del zurrón y los pocos que le escucharon solo acertaron a ver una persona desaliñada, que olía a vino, con una brecha en la frente rodeada de sangre seca y en la palma de su mano unos trozos de vidrio, tierra, piedrecillas, migas de pan y algunas partículas que brillaban que podrían ser cualquier cosa.
Aunque algunos conocían de oídas la quimera de la fundición de los árabes la aventura del escribiente solo dio para unos meses de mofa y chascarrillos.
Se llamaba Vicente Coronado Robles, murió a la edad de 94 años en Albacete el 31 de diciembre de 1977, su mesita de noche rebosaba de novelas del oeste de Marcial Lafuente Estefanía.
Era mi abuelo materno.
1 comentario:
Espero que todos sus lectores sean capaces de disfrutarlo tanto como yo De casta le viene al galgo Es usté curioso, como su abuelo Se aventura y evoluciona Enhorabuena! Siga aventurándose Este le ha salido divino Gracias por la información que aquí nos regala y por la ternura de un nieto Unos Besos!
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