Sentado en el sofá, con los pies extendidos encima de un cómodo cojín sobre la mesa del salón, contemplaba el hueco de la chimenea donde tengo un tiesto con un caladio (Caladium bicolor) que ahora en primavera me regala su mejor imagen. Un frondoso cuerpo de moradas hojas ribeteadas por un verde borde de unos seis o siete milímetros de ancho, sobre un achaparrado cántaro de barro con unas asas redondeadas que inevitablemente siempre me traen a la mente la silueta de una maruja esculpida por Botero.
En esa cómoda posición me encontraba arreglando el mundo entero cuando mi estomago mandó una clara orden a mi cerebro que me hizo retirar los pies del mullido cojín y calzarlos dentro de las chanclas que tenía debajo. Con un sosegado movimiento de pelvis me alcé y llegué hasta la cocina que está justo a la espalda del salón.
Con la mano derecha palpé la llave de la luz para encenderla y me planté frente al frigorífico con una idea fija en la mente. Con la mano izquierda abrí de par en par la puerta y apoyé mi cuerpo en el brazo mientras ojeaba su interior. La tenue luz que manaba desde dentro torneaba las siluetas de los envases de yogurt, del bote de ketchup, de las latitas de uvas peladas de hace dos navidades, del cacharro de las fresas. Tarros de alcachofas, de banderillas picantes y aceitunas se amontonaban en otro estante. Latas de atún, naranjas y tomates formaban un hermoso bodegón en el interior de la nevera como si de un Velázquez se tratara. Zumos, coca colas y cervezas ocupaban su sitio en los diferentes compartimentos junto a los huevos, el bote de la mayonesa y los brick de leche. Finalmente detuve la mirada en el tercer estante del que agarré con decisión el tupperware del embutido y lo dejé sobre la encimera de la cocina al tiempo que cerraba la puerta del frigorífico.
En una repisa de la cocina que tengo a la altura de las rodillas descansa el exprimidor, la sandwichera, las servilletas de papel y los cacharros de barro con los ajos y las cebollas. Justo al lado hay dos bandejas, una con sus asitas y unos motivos en tonos pastel para servir el café de las visitas y otra de plástico del “todo a cien” más de batalla. La segunda opción fue la elegida para lo que mas tarde acontecería.
Agarré una servilleta de papel y la desplegué a modo de mantel sobre la bandeja. Del tupperware del embutido saqué una cuña de queso manchego curado y con sumo cuidado retiré el plástico que la envolvía para poder reutilizarlo más veces. Puse mi vieja tabla de madera sobre la encimera y agarré del taco de cuchillos de cocina el más ancho que tengo y fui deslizándolo sobre la cuña de queso una y otra vez hasta obtener un montoncito de unos cuatro o cinco filetes de unos seis milímetros de espesor. Apoyándolos en mi pulgar con la destreza del mejor de los chefs les fui quitando la corteza hasta convertirlos en unos perfectos triángulos que fui amontonando encima del papel de la bandeja. Limpié el cuchillo con un trozo de rollo de cocina y lo dejé en el taco sacando seguidamente el de sierra con el que corté un buen trozo de barra de pan de leña y la abrí por la mitad dejándola también sobre la servilleta de papel de la bandeja. De manera autómata, casi sin pensarlo, cogí con dos deditos la aceitera y rocié la blanca molla del pan con el oro verde de los campos de Andalucía, cerrándolo casi al instante para oír como crujía su corteza entre mis manos.
Metí los triángulos de queso entre el pan y saqué el cacharro de las fresas. En un cuenco blanco de porcelana de Santa Clara decorado con unos trazos en azul marino fui cortando en pedacitos la roja carne de las fresas que dejaba cuidadosamente caer en el fondo del recipiente y cuando consideré que ya tenia suficiente enjuague mis manos y el cuchillo bajo el grifo del fregadero. Del panal que tengo encima de la nevera cogí una botella de Ribera del Duero y me serví un tiento en un copón de los pocos que me quedan para tal fin (se me rompen al fregarlos, los jodíos). Lo deposité en la bandeja con el resto y volví al salón para recuperar mi posición inicial.
Un rato después a eso de las nueve como casi todas las noches Catherine me llamó;
Hola nene, ¿Has cenao?
¿Tú que crees? Le contesté.
En esa cómoda posición me encontraba arreglando el mundo entero cuando mi estomago mandó una clara orden a mi cerebro que me hizo retirar los pies del mullido cojín y calzarlos dentro de las chanclas que tenía debajo. Con un sosegado movimiento de pelvis me alcé y llegué hasta la cocina que está justo a la espalda del salón.
Con la mano derecha palpé la llave de la luz para encenderla y me planté frente al frigorífico con una idea fija en la mente. Con la mano izquierda abrí de par en par la puerta y apoyé mi cuerpo en el brazo mientras ojeaba su interior. La tenue luz que manaba desde dentro torneaba las siluetas de los envases de yogurt, del bote de ketchup, de las latitas de uvas peladas de hace dos navidades, del cacharro de las fresas. Tarros de alcachofas, de banderillas picantes y aceitunas se amontonaban en otro estante. Latas de atún, naranjas y tomates formaban un hermoso bodegón en el interior de la nevera como si de un Velázquez se tratara. Zumos, coca colas y cervezas ocupaban su sitio en los diferentes compartimentos junto a los huevos, el bote de la mayonesa y los brick de leche. Finalmente detuve la mirada en el tercer estante del que agarré con decisión el tupperware del embutido y lo dejé sobre la encimera de la cocina al tiempo que cerraba la puerta del frigorífico.
En una repisa de la cocina que tengo a la altura de las rodillas descansa el exprimidor, la sandwichera, las servilletas de papel y los cacharros de barro con los ajos y las cebollas. Justo al lado hay dos bandejas, una con sus asitas y unos motivos en tonos pastel para servir el café de las visitas y otra de plástico del “todo a cien” más de batalla. La segunda opción fue la elegida para lo que mas tarde acontecería.
Agarré una servilleta de papel y la desplegué a modo de mantel sobre la bandeja. Del tupperware del embutido saqué una cuña de queso manchego curado y con sumo cuidado retiré el plástico que la envolvía para poder reutilizarlo más veces. Puse mi vieja tabla de madera sobre la encimera y agarré del taco de cuchillos de cocina el más ancho que tengo y fui deslizándolo sobre la cuña de queso una y otra vez hasta obtener un montoncito de unos cuatro o cinco filetes de unos seis milímetros de espesor. Apoyándolos en mi pulgar con la destreza del mejor de los chefs les fui quitando la corteza hasta convertirlos en unos perfectos triángulos que fui amontonando encima del papel de la bandeja. Limpié el cuchillo con un trozo de rollo de cocina y lo dejé en el taco sacando seguidamente el de sierra con el que corté un buen trozo de barra de pan de leña y la abrí por la mitad dejándola también sobre la servilleta de papel de la bandeja. De manera autómata, casi sin pensarlo, cogí con dos deditos la aceitera y rocié la blanca molla del pan con el oro verde de los campos de Andalucía, cerrándolo casi al instante para oír como crujía su corteza entre mis manos.
Metí los triángulos de queso entre el pan y saqué el cacharro de las fresas. En un cuenco blanco de porcelana de Santa Clara decorado con unos trazos en azul marino fui cortando en pedacitos la roja carne de las fresas que dejaba cuidadosamente caer en el fondo del recipiente y cuando consideré que ya tenia suficiente enjuague mis manos y el cuchillo bajo el grifo del fregadero. Del panal que tengo encima de la nevera cogí una botella de Ribera del Duero y me serví un tiento en un copón de los pocos que me quedan para tal fin (se me rompen al fregarlos, los jodíos). Lo deposité en la bandeja con el resto y volví al salón para recuperar mi posición inicial.
Un rato después a eso de las nueve como casi todas las noches Catherine me llamó;
Hola nene, ¿Has cenao?
¿Tú que crees? Le contesté.
8 comentarios:
Yo creo que cuando Catherine te llama sabe que has cenao y lo que le gustaría es que le contaras toda esta parafernalia bocadillera en una de tus respuestas para echarse unas risas de relax a eso de las 21
Aunque seguro que ya se las echa jajajajajajajajajaja
Bon Profit!!!
joe que hambre me a entrao, voy al frigo a ver si pillo un peazo de queso...cuerpooo..la que organizas para contar lo que has cenao, tanto detalle, era necesario?jejej poca inspiracion, cuentanos una noche loca..jeje besotes
Disfrutas de todo y me pones MALA, MACA.
jajajajajajajaja A mi me pones más que buena, buenisima! Ponme un bocata! jajajajajajajajaja
menos rioja y queso y mas bici ke te estas poniendo mu fondon.cuidao con la mastitis que endiluego te va hacer falta una 100.
Muy bien explicado, da hambre al leerlo.
Sera que el mozo está bien alimentao (a lo de disfrutas de todo bla bla bla) jajajajaja
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